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Tengo miedo de mi hijo

 Tengo miedo de mi hijo

 

Hay una sensación generalizada de que los chicos se están volviendo imposibles. Muchos padres de adolescentes confiesan no poder conseguir que sus hijos cumplan algunas normas básicas de convivencia, como colaborar en casa o respetar los horarios de volver, de hablar por teléfono o de chatear. Los profesores hablan de problemas de disciplina, falta de respeto e, incluso, de agresiones.


Y aunque diferentes estudios no se pongan de acuerdo sobre el índice de casos de acoso escolar, lo cierto es que se producen más casos, y más violentos: ya no se trata sólo de reírse del “gordito”, o del “gafotas”. Grupos de niñas, o niños, eligen al blanco de sus pullas y pasan de las palabras a los hechos.


Muchas de las personas que, por razones familiares o profesionales tienen relación con niños o jóvenes les miran con desconfianza, con miedo. Preguntándose ¿qué tienen en la cabeza? ¿En qué piensan? ¿Qué podemos hacer para recuperar la comunicación, cierto grado de complicidad, de confianza?


Si pensamos que los jóvenes de hoy son los adultos de mañana, que son esos jóvenes los que dirigirán el país, los que dirigirán las empresas, los que entrarán a nuestras casas a reparar lo que haga falta... Porque no se trata de decir que los agresivos son minoría. Los que son mayoría son los que se aburren, los que no se sienten representados por los adultos que les educan.


No se puede, frente a fenómenos tan complejos, apuntar una sola causa. Se habla de las modificaciones de la familia actual: incorporación de la mujer al trabajo, facilidad del divorcio, el aumento de las familias monoparentales. El aumento de los recursos económicos y la disminución del tiempo que dedica la familia a los hijos como consecuencia de la dedicación al trabajo.


En el seno de la familia, eso se traduce en relaciones gobernadas por la culpa: los padres se sienten culpables por no dedicar el tiempo suficiente a sus hijos y como consecuencia, lo que dan, lo que sea, atención o recursos, no es una auténtica donación, sino una indemnización.


Y es entonces cuando en la casa dejan de ser los adultos los que “mandan”, sino los bebés, los niños o los jóvenes. Y no es raro escuchar cómo la agenda de los adultos la deciden los hijos: Se mantienen relaciones sexuales sólo cuando los niños se duermen, por lo que no es raro que los niños lloren en momentos “oportunos” y terminen en la cama de los adultos, se pasan tardes enteras en centros comerciales y parece que todos descubren las bondades de las hamburguesas, porque es lo único que le gusta al niño, o se sale de vacaciones dependiendo de las asignaturas que el joven haya suspendido.


Así que tenemos un sector de adultos, eficaces en su realidad laboral, infantilizados en la realidad familiar. Y una generación de niños y jóvenes, ineficaces en su realidad social (ya que se aburren o fracasan en ella)y que soportan la vida de los adultos que han abandonado una parte de sus funciones.


Quizás sea este un punto de vista diferente para comenzar a pensar lo que sucede a nuestro alrededor, sin prejuicios y sin miedos a las conclusiones a las que podamos llegar.

 


 

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